30 jun 2023

La gaviota y el poeta.



                               A Manuel Díaz Martínez


Volvió la gaviota de alas negras

y miró hacia el balcón donde

él construía las frases bellas.


Silencio, silencio, no hay poemas.


Siguió con su vuelo pausado,

dejándose llevar por la brisa.

Bajo sus alas, las olas gemían,

meciéndose entre rocas desnudas.


Posó sus patas sobre el balcón

y sobrecogida lloró sin consuelo.

Luego, preguntó a los viandantes:


¿Quién me hará ahora el poema?

¿Quién me acompañará en el vuelo?

¿Quién escribirá lindos versos?


Y, de nuevo, lloró sin consuelo.


¿Quién me hará ahora el poema? 

¿Quién vigilará mi vuelo? Repetía.


Silencio, silencio. Solo tristeza.


Voló alto la gaviota de alas negras.

Alcanzó con esmero el cielo. 

Allí, junto a Ofelia, encontró a Manuel.


Y, tras el poeta dedicarle una sonrisa, 

por fin, obtuvo la gaviota de alas blancas 

la razón de su existencia, el poema.


20 jun 2023

Aquellas monedas de cincuenta pesetas

 

     

 Antonia Reguera González. Foto del álbum familiar.


Las economías de las casas en los años cincuenta no eran boyantes. Mantener un matrimonio y tres hijos era una verdadera odisea. Por lo tanto, ahorrar era harto difícil, por no decir imposible. Pongamos algunos ejemplos de subsistencias: la ropa del mayor era heredada por los hermanos menores. De un traje se sacaba otro nuevo, cuando perdía las formas o se desteñían; la solución desmontarlo y dar la vuelta a la tela. Los calzados, si sobrevivían al duro ejercicio de los juegos callejeros, se les aplicaba de urgencia un cartón para su posterior repaso en el zapatero, cuando hubiera posibles, quien los teñía y colocaba suelas nuevas. 

Pelos bien cortos para no acudir mucho al barbero; decía mi padre al profesional: todo peladito y por delante un poquito que para el verano se está más fresquito. No había neveras, por lo que las comidas de un día para otro se dejaban al fresco del ventanuco que tenían todas las despensas. Y si era pescado se salaba o se mantenía, no más de una semana, en escabeche. En las azoteas de las casas se armaban verdaderos laberintos de gallineros, conejeras, corrales de cabras y palomares. Comer un pollo era un lujo que se permitía una vez al mes. Las meriendas continuaban sin cambios hasta que acabara el queso de bola holandés. La leche en polvo se tomaba líquida tras añadirle agua y hervirla, o tal cual con un poco de azúcar, aunque empalagase…


En fin, los padres eran doctores en economía familiar. Tiempos difíciles tras acabar la Segunda Guerra Mundial y con la resaca de la Guerra Civil aún coleando. Con esa puesta en escena, como dije antes, ahorrar era un sueño.


Tenía mi madre una alcoba de matrimonio que trajo de Lanzarote y que había sido de sus padres. Madera de caoba y trabajo artesanal de calidad. El ropero, que es de lo que vamos a hablar, era alto con gavetas en la parte baja, espacio para trajes suficiente, en la parte central, y en lo alto una cornisa con adornos cercaba el techo dejando un espacio que permitía poner alguna caja o lo que se quisiera almacenar, sin que se viera desde el suelo de la habitación.


En ese espacio, cerca del cielo, mi madre tiraba con acierto alguna moneda de cincuenta pesetas que, no sé de dónde ahorraba. Tenía un gesto especial que nunca supe como podía acertar todos sus tiros, sin que aquellas monedas grandes plateadas tomaran un camino no pretendido. Pienso que no se podía permitir el lujo de errar y perder lo que con tanto esfuerzo había ahorrado.

Y, por fin, cuando llegaba el momento de bajar de la gloria el tesoro. Mi hermano Joselín (DEP) se subía a la escalera de madera e iba tirando las monedas al delantal de mi madre, quien con su ojos bien abiertos mantenía la esperanzas de que fueran las suficientes para alguna necesidad.


De esa forma se iban pagando las deudas que ocasionaban el vivir aquellos años. Y también, seguro, que los gastos de los estudios para sus hijos. Las madres saben como arreglárselas para sacar a las familias de los apuros de una vida dura, pero de una familia unida y muy feliz.



El ropero aquel terminó sus días en la finca de mi hermano Pepe, en El Salobre. Siempre que voy a alguna tienda de muebles busco alguno que se parezca. Nunca vi otro igual y mucho menos que estuviera cerca del cielo y sirviera para hacer milagros. Bendito mueble y bendita mi madre…