En el pueblo era costumbre ir los domingos
a hacer el paseo a la plaza. La plaza
era el lugar de los pretendientes al noviazgo y de los enamorados. Una fuente
sin agua ocupaba el centro geográfico del recinto. A su lado un gran laurel de
indias equidistaba de otros cuatro plantados a intención en las esquinas del
lugar buscando dar sombra. Detrás de unos bancos de madera que servían de
asiento para las vigilantes madres de algunas de las chicas, los jardines se
mostraban con plantas y flores de temporadas.
Ellas, las chicas en edad de merecer, y
ellos con años de prometer, iban en parejas o de cuatro. En estos casos siempre
las chicas al centro y ellos en los costados. Uno al lado del otro, vestidos de
domingo, paseando en círculo ajustándose a los parterres que circundaban aquel
monumento a las pretensiones. La fila de parejitas no tenía fin. Solo caminaban y hablaban, cuando ya se
conocían, o se acompañaban en silencio, cuando aún sin conocerse se permitían ese
halago. Aquellos que hablaban lo hacían de las simplezas que dicen los que se
pretenden. Un roce entre chaqueta y blusa era todo una declaración de pasión
desenfrenada.
El chico de la moña ajustada con fijador y
mirada provocadora invitó a la chica de los ojos añiles y el pelo rubio a
abandonar la formación:
—Aquí perdemos el tiempo, le dijo. Antes de
que anochezca estaremos en tu casa. Yo me comprometo a llevarte y a hablar con
tu padre. Voy en serio. Ella se negó:
—¡Estás loco, lo que dirán las cotillas del pueblo...!
Cuando llegaron a la salida de la plaza, él
la empujó con su hombro y a ella no le quedó más que ceder ante el arrastre del
apasionado galán. La chica de los ojos añiles agachó la cabeza y caminó en dirección a su hogar. No quiso mirar
atrás, seguro que ya la estarían poniendo en boca. Pero ella siguió el camino al
lado de su osado pretendiente.
Desde que se vieron solos, él la invitó a
la verbena del sábado:
—En el casino del pueblo. Allí podremos
bailar sin que nos molesten, pues tengo que decirte algo importante. No quiero
más rondas en esa odiosa plaza –le dijo mirándola fijamente, mientras ella
agachaba la cabeza y ocultaba su mirada entre los dorados rizos.
Ella se negó por segunda vez: —¿no te
parece que vas muy rápido?
—Soy así de impaciente— le contestó él.
Cuando llegaron a su casa, ella abrió la
puerta y entró. El, tras ella, se invitó a pasar al zaguán. Ella no se negó. Ya
dentro del pequeño espacio y entre puerta y puerta y acompañados por la
oscuridad, la chica de los ojos añiles y dorado cabello, agarró al joven por sus
brazos y lo atrajo hasta que sintió el cuerpo varonil unido al suyo. Para
cuando el joven reaccionó ya ella le había entregado sus labios y lo besaba
apasionadamente.
Pero el ímpetu de la hermosa joven se vio
cortado, cuando el que había sido su impaciente galán de mirada provocadora cayó
al suelo tras perder el conocimiento por la impresión del momento. Ella le
ayudó a despertar del embeleso, soplándole los ojos y dándole palmaditas en la
cara. Cuando el pretendiente recobró el sentido, solo veía imágenes borrosas,
como si saliera de una caja en penumbras. Después, cuando dejó atrás el resuello,
se disculpó con la chica y antes de
abandonar el lugar le negó que aquel fuera su primer beso de amor.
Las rondas en la plaza se sucedieron, pero
la pareja del chico de la moña peinada con fijador y mirada provocadora y la
chica de los ojos color añil y rizos dorados, no volvieron a cruzarse la mirada y
mucho menos a unirse en aquella odiosa hilera de pretendientes.
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