La
diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión
persistente.
(Albert Einstein)
Foto obtenida en bbc.com
Han bajado los precios de los artículos a vender en la tienda de los tres grandes portones de madera con cristaleras. Sí, es la tienda que luce medios pilares incrustados y sobre los que descansan lindos capiteles. Así la sitúan en los papeles de publicidad que los chicos del barrio, contratados por unos cuartos, van entregando a los transeúntes en mano, o dejando caer en los buzones.
La verdad es que toda la
tienda, en su conjunto, aparenta cansancio. Acaso algo de descuido, también. Su
dueño es un empresario mayor que en sus buenos tiempos fue un joven emprendedor
muy capaz. Entonces, el negocio estaba como un palmito. Era la atracción de la
calle Mayor. Allí entraban los acaudalados compradores que presumían de marcas
y modelos para el día siguiente contonearse luciendo tipo y estilo. Ahora ya
no, pues según fue pasando el tiempo los grandes almacenes inundaron el mercado
y los pequeños negocios llegan a final de mes a fuerza de imaginación.
De todas formas, a don Darío
su dueño no es que le importe mucho. Él es más feliz cuando al atardecer cierra
sus puertas. Ya, tampoco, está pendiente del trato de sus dos empleadas con los
pocos clientes que entran por la llamada del descenso de los precios. Él no
tiene prisas por vender, ni ilusión por la caja, ni nadie que le espere. Él
vive por vivir. Escapa con lo poco que entra cuando suena un ingreso en la caja
registradora. No necesita grandes estipendios. Él lo que desea es el cierre, porque
este le abre las puertas a otro mundo. Entonces se quita su chaqueta y en
mangas de camisa abre su álbum de fotos donde se recogen los momentos más
felices, aquellos que pasó con su amada Victoria.
En su silencio va pasando
hoja a hoja y recrea sus miradas cargadas de intenciones, sus poses de jóvenes
enamorados, la belleza del rostro de su amada, sus ondulados cabellos, su
cuerpo de porcelana. Y es cuando vuela a su otrora lecho del amor. Donde solo
eran dos en uno, compartiéndolo todo. Es así cuando en sus oídos se recrean
nítidamente cada “te amo” entre agitados respiros y cada beso en un sello
apasionado de fiel compromiso. Es cuando se hace dueño del paraíso. Solo aquel
sueño se quiebra llegado el momento de abrir la página de los trozos de papel.
Cachos de papel rosa en una escueta nota de despedida. Cachos de papel rosa
resultado de los mismos mil pedazos de su dolorosa y enrabietada acción. Allí
aparecían pegados poco a poco, tarde a tarde, como en un puzle que fuera
componiendo con el paso de los años, mientras en cada ajuste fuera
preguntándose el porqué.
Y entre balbuceos repite
desconsoladamente buscándole un significado a lo incomprensible:
“Querido Darío: Líbreme Dios de quererte hacer daño. Sirvan estas
desgarradas letras, como roto está mi corazón, para despedirme. No puedo vivir
con tanto amor. Tengo miedo a perderte y a que sufra en la misma medida que
ahora te amo. Siempre te llevaré en mí. El recuerdo de lo vivido hará
mucho más fuerte nuestro apasionado amor. Tuya de por vida. María.”
Así de escueto y de difícil
consuelo se muestra la misiva. Después, respira profundamente, cierra el álbum,
lo coloca en la caja fuerte y deja caer la descolorida chaqueta sobre su
cuerpo. No importa como le quede sobre la cansada espalda. Ni tampoco que al
cerrar su tienda de las grandes cristaleras, un ilusionista lance pompas de
plata que vuelen hasta abrazar a los que en el futuro serán quienes vibren con
el amor que a él le persistirá de por vida.
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