10 jun 2020

Te negaré tres veces (10.06.2020).







En el pueblo era costumbre ir los domingos a hacer el paseo a la plaza.  La plaza era el lugar de los pretendientes al noviazgo y de los enamorados. Una fuente sin agua ocupaba el centro geográfico del recinto. A su lado un gran laurel de indias equidistaba de otros cuatro plantados a intención en las esquinas del lugar buscando dar sombra. Detrás de unos bancos de madera que servían de asiento para las vigilantes madres de algunas de las chicas, los jardines se mostraban con plantas y flores de temporadas.

Ellas, las chicas en edad de merecer, y ellos con años de prometer, iban en parejas o de cuatro. En estos casos siempre las chicas al centro y ellos en los costados. Uno al lado del otro, vestidos de domingo, paseando en círculo ajustándose a los parterres que circundaban aquel monumento a las pretensiones. La fila de parejitas no tenía fin.  Solo caminaban y hablaban, cuando ya se conocían, o se acompañaban en silencio, cuando aún sin conocerse se permitían ese halago. Aquellos que hablaban lo hacían de las simplezas que dicen los que se pretenden. Un roce entre chaqueta y blusa era todo una declaración de pasión desenfrenada.

El chico de la moña ajustada con fijador y mirada provocadora invitó a la chica de los ojos añiles y el pelo rubio a abandonar la formación:

—Aquí perdemos el tiempo, le dijo. Antes de que anochezca estaremos en tu casa. Yo me comprometo a llevarte y a hablar con tu padre. Voy en serio. Ella  se negó: 

—¡Estás loco, lo que dirán las cotillas del pueblo...!

Cuando llegaron a la salida de la plaza, él la empujó con su hombro y a ella no le quedó más que ceder ante el arrastre del apasionado galán. La chica de los ojos añiles agachó la cabeza y caminó  en dirección a su hogar. No quiso mirar atrás, seguro que ya la estarían poniendo en boca. Pero ella siguió el camino al lado de su osado pretendiente.

Desde que se vieron solos, él la invitó a la verbena del sábado:

—En el casino del pueblo. Allí podremos bailar sin que nos molesten, pues tengo que decirte algo importante. No quiero más rondas en esa odiosa plaza –le dijo mirándola fijamente, mientras ella agachaba la cabeza y ocultaba su mirada entre los dorados rizos.

Ella se negó por segunda vez: —¿no te parece que vas muy rápido?

—Soy así de impaciente— le contestó él.

Cuando llegaron a su casa, ella abrió la puerta y entró. El, tras ella, se invitó a pasar al zaguán. Ella no se negó. Ya dentro del pequeño espacio y entre puerta y puerta y acompañados por la oscuridad, la chica de los ojos añiles y dorado cabello, agarró al joven por sus brazos y lo atrajo hasta que sintió el cuerpo varonil unido al suyo. Para cuando el joven reaccionó ya ella le había entregado sus labios y lo besaba apasionadamente.

Pero el ímpetu de la hermosa joven se vio cortado, cuando el que había sido su impaciente galán de mirada provocadora cayó al suelo tras perder el conocimiento por la impresión del momento. Ella le ayudó a despertar del embeleso, soplándole los ojos y dándole palmaditas en la cara. Cuando el pretendiente recobró el sentido, solo veía imágenes borrosas, como si saliera de una caja en penumbras. Después, cuando dejó atrás el resuello, se disculpó con  la chica y antes de abandonar el lugar le negó que aquel fuera su primer beso de amor.

Las rondas en la plaza se sucedieron, pero la pareja del chico de la moña peinada con fijador y mirada provocadora y la chica de los ojos color añil y rizos dorados, no volvieron a cruzarse la mirada y mucho menos a unirse en aquella odiosa hilera de pretendientes.  






   

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